jueves, 18 de diciembre de 2008
Conferencia del Dr. CLAUDIO NARANJO en la apertura de las JORNADAS DEL AMOR EN LA TERAPIA Barcelona, España.
Comenzaré, como Suzy ,celebrando la iniciativa de los organizadores en hacer un evento sobre este tema del amor y la terapia, porque me parece que merece ser subrayado. La terapia tiene que ver con muchas cosas, de modo que se puede hablar de la terapia y esto o la terapia y aquello: la terapia y la comprensión de sí mismo, la terapia y el dolor, la terapia y la transferencia, en fin. Pero la relación del asunto amor y el asunto terapia es más intrínseca. Se puede decir que todos los males que se tratan en la terapia comienzan con un problema amoroso; comienzan todos los problemas emocionales por una carencia amorosa en la vida de la persona. La naturaleza de las neurosis, o como quiera que se llamen– ahora que está desapareciendo esta palabra, tan útil– todas las perturbaciones emocionales, digamos, consisten en perturbaciones del amor, problemas del amor. Y la terapia tiene mucho que ver con el amor en su proceso. No es que baste el amor– creo que no basta– para que haya buena terapia; pero hasta los psicoanalistas están hoy en día bastante de acuerdo que no es el insight el asunto más importante en la terapia psicoanalítica (que ha sido una terapia tan esencialmente orientada al insight a través de toda su historia), sino que la relación. Y cuando se habla de relación se quiere decir en forma científica algo que sería poco científico llamar “amor”; bueno, por lo menos benevolencia. Y el fin de la terapia es el amor, porque, por lo menos pienso yo, que no estoy sólo aquí entre los presentes en pensar que la felicidad se consigue por el amor; si la felicidad es propia de la salud, pasa por la capacidad amorosa, pasa por el sanar la propia capacidad amorosa.
Ahora, entrando en mi tema específico, de “El buen amor y del otro”, cualquiera que viva en España o sea español se dará cuenta de que hay una ahí una implicación, una referencia al Arcipreste de Hita, el “Libro del Buen Amor”. Pero no comparto su visión de que sólo el amor a Dios sea bueno. En aquella célebre obra se contrapone el amor a Dios con el amor carnal. Y la proposición que vengo a hacer aquí es que ambos son buenos amores, y que son dos partes del buen amor; que el amor no es una sola cosa. Desde un punto de vista podemos decir que son muchísimas cosas. Así como una vez Mendelssohn comentaba, a propósito del lenguaje musical, que no es que sea menos exacto que el lenguaje verbal, sino que es más específico porque cada frase musical que expresaba una alegría, expresaba una alegría algo diferente. Así que los gestos del amor son innumerables. Podríamos decir que hay gente que ama a través de su capacidad de aprecio, hay gente que ama a través de su tolerancia, hay gente que ama a través de la gratitud; son muchas las manifestaciones de la emoción que tienen que ver con el amor, pero me parece que fundamentalmente hay tres elementos básicos en lo que llamamos amor, tres amores fundamentales.
Uno es el amor que podríamos llamar el amor freudiano, el Eros– amor íntimamente vinculado con la sexualidad que para Freud fue el amor básico.(La amistad para él era un amor erótico privado de su fin, y la benevolencia, una transformación del eros.) Pero, resulta más fácil, menos rebuscado, pensar que hay en la benevolencia un amor diferente del Eros, que podemos llamar el amor cristiano. Pese a lo que digan los freudianos no creo que cuando se habla de “amar al prójimo como a uno mismo” se trate de amor erótico sublimado. Más natural nos parece pensar que la generosidad y la empatía existen por derecho propio, por así decirlo; y es ésto lo que en el cristianismo se ha designado como cáritas, o en griego ágape. Intuitivamente sentimos que ni deriva, normalmente, la atracción sexual de una actitud compasiva, ni deriva la compasión de la sexualidad; debemos, por lo tanto hablar de eros y ágape, o de amor y cáritas.
Pero también hay un tercer amor, que me parece tan diferente de estos dos como ellos entre sí, y que merece ser reconocido como relativamente autónomo: el amor que está implicado en la amistad, y que para continuar acudiendo al griego, podríamos llamar filia. palabra a la que recurre Platón para algo muy diferente de lo que hoy en día llamamos amor platónico”—que es una manifestación sublimada del impulso erótico. Se trata de un amor que bien podríamos llamar “Socrático”, pues aunque Sócrates use la palabra eros en referencia al amor a lo ideal– a lo bello, a lo grande, a lo bueno y demás cosas que valen por sí mismas–éste amor a los ideales o a las ideas es sólo por analogía parangonable con la atracción amorosa entre los sexos. El amor a la justicia y el amor a lo divino, me parece, no sólo difieren del eros en su objeto, sino en su naturaleza misma y calidad subjetiva: en tanto que lo erótico es apetitivo, este tercer amor que subyace a relaciones que no son ni eróticas ni de ayuda o protección sino de amistad “desinteresada” es valorativo. Podríamos llamarlo amor-adoración; pero en el ámbito de los sentimientos más comunes su manifestación típica es el aprecio. Se relacionan, entonces, los tres amores con el deseo, con la bondad (que culmina en la compasión) y con el aprecio—que se ve exaltado en la admiración y culmina en la adoración.
Podemos hablar en un amplio sentido del eros como un amor-goce: un amor que goza del otro, que se complace en la belleza del otro, y yendo más allá de una definición estrictamente ligada a la sexualidad incluiríamos lo que el budismo llama mudita, que es un alegrarse de la alegría ajena, que es muy diferente de la benevolencia compasiva, que no quiere el sufrimiento ajeno. (uno tiene más que ver con el eros y el otro con el ágape).
Pudiera pensarse que es la bondad la más humana de las manifestaciones del amor, pero no sería exacto. Aunque es humana la generalización mayor o menor de la benevolencia, en sus orígenes el amor-bondad está íntimamente unido al amor maternal, siendo una extensión natural de lo siente la madre por las crías, (y hablo de “crías” más bien que de hijos para aludir a algo no es propio solamente del hombre, sino de todos los mamíferos).
¿Es acaso más humano el amor a los ideales que la bondad misma, entonces? Decimos de una persona bondadosa a veces que es muy “humana” porque hemos llegado a hablar de “humanidad” para significar precisamente el amor benevolente, y en cambio asociamos el amor-adoración con el fanatismo y muchos actos “inhumanos”. Por el momento me limito a señalar que el amor valorizante no deja de tener antecedentes o raíces biológicas, pues en sus comienzos este amor a lo grande (que contrasta con el amor maternal a lo pequeño) es muy propio de lo que se siente de niño hacia el padre.
Si la madre es la que nos da lo que necesitamos, satisfaciendo nuestros deseos, el padre es aquel al cual ella está mirando, aquel a quien la madre valoriza. La madre, que nos da todo, es fuente original de los valores, pero también modelo original respecto a lo que ha de ser valorizado—y así es que ocurre como si la madre implícitamente delegase en el padre el orden de los valores, simplemente porque el niño percibe que ella lo ama.
Algo tiene que ver el ágape, entonces, con el amor de madre, y algo tiene que ver con el amor a los ideales o filía con el amor de padre. Y digo que éste tiene una raíz biológica no sólo porque deriva de una situación arcaica o proto-psicológica en nuestra vida individual, sino porque la valoración se relaciona estrechamente con la imitación, que no sólo está al origen de que seamos animales culturales, sino que es mucho más arcaica que la cultura y el lenguaje. Piénsese en cómo los pollitos siguen al primer objeto que se mueve en su entorno– que puede ser la gallina pero puede también ser ( como investigaciones sobre este fenómeno de “imprinting” han demostrado) una caja de zapatos. Como Lorenz observó decenios atrás en sus experimentos con patos, quedan para toda la vida ligados al objeto en cuestión, que bien puede ser tan arbitrario como un reloj despertador.
Aunque los humanos somos inmensamente más complejos que los patos y las gallinas, de modo que sólo podemos hablar de imprinting en nuestro caso en un sentido metafórico, también nosotros tenemos una disposición innata a “seguir” a un modelo, y en nuestra vida adulta es claro que nos dejamos guiar por aquellos a quienes admiramos ¿No conocemos todos la experiencia de cómo, cuando uno estima a alguien se le pega su manera de hablar? Y seguramente recordaremos cómo, cuando niños, admiramos al héroe de una película y luego, salimos del cine caminando con su estilo.
La imitación es una propensión biológica que nos hace humanos, e imitando los sonidos emitidos por nuestros padres aprendemos a hablar. Y no sólo imitamos características individuales de nuestros padres: uno imita aquello que es generalmente admirado, y es precisamente a través de ello que se transmite la cultura.
Últimamente ha surgido una nueva ciencia, cuyo nombre aún no he escuchado en castellano—supongo que será memética, por analogía con la genética–en la que se adopta el punto de vista de que la gallina sea el medio de perpetuación de los huevos, y nosotros, medios de transmisión de los genes. Este punto de vista, propuesto por Dawkins en la biología, ha inspirado un pensamiento análogo respecto a los memes, que son entidades culturales, como el lenguaje. Se propone, entonces, que las cosas ocurren como si las ideas nos utilizaran a los humanos para perpetuarse, y se transmiten a través de nuestra capacidad reproductora. Es una idea que esta tomando mucho cuerpo, y ya se han escrito varios libros sobre la capacidad imitativa humana que hace posible esta supervivencia de los pensamientos y es tan inseparable de lo que somos. No sólo por que sea humana la imitación, sino porque la imitación subyace a lo que consideramos nuestra humanidad: bien se sabe que a las personas criadas entre salvajes o animales no sólo es el lenguaje lo que les falta, o la “cultura” en el sentido frecuente de algo extrínseco a la propia naturaleza, sino aspectos intrínsecos a lo que consideramos que es un ser humano.
Pero cierro aquí mi digresión, para completar un pensamiento interrumpido: que hay un amor que tiene que ver con la madre, un amor que tiene que ver con el padre y un amor que tiene que ver con el hijo. Pues el amor-deseo es el más característico del hijo en la tríada original. El amor que se complace en la satisfacción de los deseos propios es uno que nos acompaña desde que nacimos, y podríamos decir que es el niño o niña interior en nosotros quien que persigue la satisfacción de su necesidad y busca su libertad.
Así como un célebre catalán– Raimundo Paniker– relaciona las tres personas de la Trinidad con las personas de la gramática– el Yo, el Tu y el Él, otro tanto podemos decir de los tres amores. El amor deseo es un amor que se focaliza en el yo. El amor de madre se dirige al Tu. El amor ‘transpersonal’– amor a lo ideal o amor a lo divino– dice relación con el Él. Y claramente el amor-bondad, de carácter materno, que compartimos con los mamíferos ( aunque no seamos todos tan buenos y generosos) es más emocional. Y a veces se dice que es demasiado intelectual el amor valorizante. Si uno se une a una mujer porque la considera una persona excelente, por ejemplo, alguien podrá decirle “yo creo que ese amor que le tienes es demasiado intelectual”, sintiendo que le falta corazón. El amor erótico, por otra parte, es más instintivo.
Parece, entonces, que tuvieran que ver con nuestros tres cerebros estos tres amores. El cerebro instintivo con el Eros; el cerebro emocional o cerebro medio (que es el cerebro mamífero) con el ágape, y el cerebro propiamente humano o neocórtex con el amor valorizante, que mira al cielo (a diferencia del amor instintivo que mira la tierra, o el amor materno que mira a la cría).
Ya les he explicado cómo entiendo los ingredientes del buen amor. Pero veamos ahora en que consiste el mal amor.
Tal vez pueda decirse que en último término todo es amor, de modo que podemos decir que sólo existen el buen amor y sus desviaciones, sus perversiones. Yo, por lo menos, siento profundamente la verdad de esa línea final de la Divina Comedia que nos habla de “el amor que mueve el sol y las demás estrellas”: tiene sentido concebir al amor como la fuerza central no sólo de lo humano, sino de la Creación Universal. Cuando un periodista le preguntó a Einstein acerca de la incógnita más importante de la ciencia, contestó: “acaso el Universo sea bueno”; es decir: acaso haya o no haya una intención benévola tras la creación. Pero por lo general los científicos se han conformado con preguntar menos, y nuestra concepción actual de la ciencia se caracteriza por la exclusión de la pregunta acerca del porqué de las cosas– el aspecto teleológico al que se refería la pregunta por la “causa final” de los antiguos. Así, el concepto del amor universal distingue la percepción meramente científica de la percepción estética o poética, o metafísica o religiosa– en fin, aquella que involucra el ‘otro lado de la mente’. Pero no es preciso que nos remontemos a la idea de un posible amor cósmico para preguntarnos acerca de los males del amor, que conocemos de primera mano.
Hay en primer lugar los obstáculos del amor. Así, es obvio que el amor compasivo no es muy compatible con el odio. La rabia le cierra a uno el corazón. Y el miedo es antagónico respecto al amor erótico. Si alguien ha sido amenazado o castigado por sus deseos ( y sabemos desde Freud cuán frecuentes son las fantasías de castración resultantes) termina no atreviéndose al placer. Tampoco se aviene la valoración del otro con la envidia, o con la competencia. Pero en general todas las pasiones interfieren con todos los amores. Todas las necesidades neuróticas interfieren con el amor.
Hay además falsos amores; hay las falsificaciones del amor. Así, la compasión pudiera caracterizarse como una energía muy alta, uno de los más altos valores (y cuando dice San Juan “Dios es amor” seguramente se refería al amor compasivo, al amor benévolo), pero la mayor parte de lo que se llama bondad en el mundo humano es super-egóico—es decir resultado de mandatos internalizados de la cultura que dicen “debes ser bueno” implican una compasión obligatoria y una amenaza: “debes…y si no, te vas al infierno”. Y cada uno se condena a sí mismo implícitamente por no ser suficientemente bueno, y se manda efectivamente al infierno en vida. No es muy amorosa esta actitud, y lo que se llama compasión pocas veces pasa de ser resultado de la buena educación y del fingimiento.
Y el amor erótico también se falsifica. Así como existe un amor instintivo sano y verdadero, que es profundamente satisfactorio, hay un falso amor erótico que es como una moneda de cambio para conseguir amor, una forma de seducción en la que la sexualidad se pone al servicio de una sed de protección, inclusión o compañia. No es el instinto sexual el que impulsa a la persona en tales casos sino sus necesidades neuróticas, así como la de rehuir la soledad o la insignificancia—sólo que estas necesidades se disfrazan tras la máscara del eros.
¿Y no se falsifica el amor-respeto de forma semejante a como se falsifica la benevolencia? El mandamiento mosaico “honrarás a tus padres” se basa de la comprensión de que una persona sana siente un sano aprecio hacia aquellos que fueron los primeros “dioses” en su vida. Durante nuestra primera infancia seguramente nuestros padres, que eran la muestra de lo que es un ser adulto, nos parecían tan gigantescos como de adultos nos parece lo divino o sobrenatural, y aunque lo hemos olvidado ¿no es significativo que nuestra vivencia de lo divino a través de la historia se haya formulado principalmente a través de las imágenes de nuestros progenitores? Por más que no pueda desconocerse que algunas veces los padres que a uno le tocan sean personas emocionalmente enfermas y por ello pésimamente dotados para su función, creo que encierra una gran verdad la observación del pitagórico Jámbico (reiterada por Gurdjieff) de que un buen hombre ama a sus padres.
Pese a la verdad que encierra el cuarto mandamiento, sin embargo, ocurre que, tras tantos siglos de autoritarismo, el imperativo de amar a los padres nos infantiliza. No es un amor verdadero el que inspira el mandato social y familiar, sino amor servil; y más generalmente, se le rinde homenaje a muchas cosas– tanto ideales como personas– como parte de un gesto obediente.
Creo que no necesito demostrar o explicar el hecho comprobable a través de la experiencia de todos de que, por supuesto, los falsos amores también constituyen interferencias en el amor verdadero. Entrañan una malversación de la energía psíquica comparable a lo que ocurre con la nutrición y la energía biológica en un organismo que alimenta un parásito. Y el que “ama” sólo a costa de permanecer ciego a su autoengaño perpetúa su propia mentira y su inconciencia—que son obstáculos de la vida auténtica y también del amor. Por lo contrario, cuando la persona empieza a conocerse a través de un proceso terapéutico o espiritual, tarde o temprano descubre que no ama de verdad, y sólo a partir del descubrimiento de su falsificación y de su vacío empieza a descubrir el amor verdadero. Pero tiene que ser muy virtuosa una persona para darse cuenta de que no ama, pues tanto de nuestro bienestar deriva de sentirnos amorosos y es tanto lo que se ha invertido en la imagen de persona buena. Es muy difícil, aún heroico despojarse de esa ilusión para luego saltar al abismo por el que misteriosamente se llega a la vida verdadera y sus valores.
Y hay amores eminentemente parasíticos: amores que son carencias disfrazadas tras la máscara del amor. Esencialmente son maneras de llenar el propio vacío, maneras de compensar las propias carencias con el amor ajeno. Y me parece que estos amores parasíticos también son de tres clases, según el tipo de amor al que se orienta su sed.
Seguramente todos conocemos a personas que sufren y se pierden en una búsqueda exagerada del amor a través de las relaciones sentimentales o de la sexualidad, que tan estrechamente ligada está al sentirse aceptado y valorado. Aún cuando lo que se busca a veces parece ser más el placer que el amor, creo que ello puede ser una ilusión que oculta una búsqueda no reconocida de amor a través del sexo.
Otras personas (que han sido más dependientes de sus madres, por lo general) buscan protección. Porque les faltó cuidado andan por la vida como huerfanitos o como desvalidos, buscando el cuidado que faltó e intentando inspirar compasión.
Y hay personas que buscan sobre todo el respeto; personas que no buscan tanto “amor” en el sentido más común de la palabra, sino el reconocimiento o la admiración—por lo que dedican gran parte de su vida y energías a ser importantes Es ésto lo que llamamos el “narcisismo” comúnmente—la pasión por que a uno lo quieran de ésta manera particular: que lo consideren importante, grande, superior.
Y claro, mientras mayor el amor parasítico (es decir: cuanto más la energía de la persona está dedicada a su aparato de buscar amor), mientras más ocupada está en conseguir amor, menos lo encuentra. Es como estar empujando una puerta que se abre solamente desde dentro. (Muchas veces he citado esta metáfora de Kierkegaard, que en alguno de sus libros observa que la puerta del paraíso solo se abre desde dentro). Por eso hay que llegar a apaciguar las pasiones, aprender a no empujar tanto, desarrollar una verdadera receptividad respecto a lo que hay.
Bueno, ya les he expuesto mis consideraciones acerca de los malos amores, y les he hablado antes sobre los ingredientes del buen amor, y si terminara aquí mi exposición no me extrañaría dejarlos con la impresión de que no he dicho nada nuevo. Pues si bien pudiera tal vez pretender cierta novedad mi actitud inclusiva y la forma como he ordenado las ideas, no me parece que haya nada de nuevo en el repertorio de buenos y malos amores que les he presentado. Pero aún no he terminado, y me parece que la idea más novedosa que puedo aportar respecto al amor ( y que es lo que me gustaría examinar más y en la práctica, ya en forma de taller), es la de que la salud y también la plenitud de la vida amorosa diga relación con el equilibrio entre nuestros tres amores. Lo que implica que talvez podamos avanzar hacia una manera de amar más completa a través de un análisis de la propia “fórmula amorosa”.
Todos tenemos una determinada fórmula. Algunos tienen mucho amor erótico, y poca compasión; algunos tienen mucho amor a lo divino– amor devocional– y poco amor erótico. Y me parece que el así llamado mandamiento cristiano (que no es en realidad sólo cristiano, porque está ya en el Deuteronomio y en el espíritu de la tradición judía antigua) apunta a justamente a la armonización de amores diferentes.
Recordarán seguramente los presentes esas famosas palabras de Cristo a efecto de que toda la ley Moisés puede resumirse en: “ama al prójimo como a tí mismo y a Dios sobre toda las cosas”, pero tal vez no hayan reparado en que las tres directivas que implican implican a su vez los tres buenos amores de los que les he hablado. Pues el amor al prójimo es benévolo, en tanto que el amor a sí mismo (que es un amor a los propios deseos) en cuanto amor a nuestra criatura interna, es también amor hacia nuestro animalito interior, deseo de felicidad dirigido hacia nuestro ser instintivo. El amor a Dios, por otra parte, es obviamente un amor apreciativo, que justamente encuentra en lo sagrado su expresión suprema, como amor-adoración.
Pienso que esta idea de examinar el equilibrio entre nuestros tres amores—o tal vez su desequilibrio, pueda ser fecunda. Y que seguramente al emprender tal análisis nos daremos cuenta de que cuando alguno de nuestros amores falta o se ve subdesarrollado, lo tratamos de compensar a través de una búsqueda imposible. Así, uno puede estar amando a Dios desesperadamente para compensar su dificultad en amar a las personas de carne y hueso; o está uno buscando desesperadamente la plenitud a través del amor romántico cuando lo que le faltaría es abrirse más a la devoción, a sentimientos estéticos o a lo gratuito de los valores transpersonales. Ya los invitaré a cuestionar tales desequilibrios e intentos compensatorios que sólo perpetúan una situación insatisfactoria, así como a preguntarse qué se puede hacer para nivelar los tres ingredientes de la vida amorosa.
Sólo falta que les explique que tampoco esta última idea que les he expuesto es mía, pues la he adoptado de un compatriota, el poeta y escultor chileno Totila Albert , del cual alguno ya me habrá oído hablar y acerca de cuya visión de la historia he escrito en “La agonía del patriarcado” . Allí he expuesto también su visión de lo que el llamaba el “Tres Veces Nuestro”, un mundo posible formado por seres que han alcanzado ese equilibrio interiormente interior entre sus partes “padre”, “madre” e “hijo”, que comprendía como la esencia de la salud y la completud. En uno en cuyo corazón se abrazan el padre la madre y el hijo con sus respectivos amores, naturalmente no habrá ni la tiranía del intelecto, ni la anarquía de la impulsividad ni el emocionalismo desequilibrado—y creo que tenía razón al pensar que sólo a través de una transformación individual masiva podremos aspirar a una alternativa a la sociedad patriarcal y sus vicios arcaicos.
Con esta idea los dejo, pues: la idea de que el verdadero buen amor consista no sólo de buenos ingredientes, sino de una fórmula equilibrada. Naturalmente, todas las fórmulas del amor están relacionadas íntimamente con el carácter, ( que a su vez está ligado a un cierto déficit), pero aparte recurrir al potencial transformador del conocimiento de nuestra personalidad pienso que podemos atender a cómo estamos desnivelados en la expresión de nuestro potencial amoroso y buscar una manera de reeducarnos, buscando las experiencias, influencias y tareas que puedan equilibrarnos.
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